El año 2022 se cumplió el quinto centenario de la Primera Vuelta al Mundo, aquella expedición marítima española que permitió circunnavegar el globo y abrir una ruta hacia las islas de las especias, alternativa a la que discurría por el sur de África, monopolio de Portugal. Fue una aventura con mayúsculas en la que el primer gran hallazgo tuvo lugar en el invierno de 1520, seis meses después de zarpar, y no fue geográfico sino antropológico: la flota fondeó en la bahía de San Julián, en territorio de la actual Argentina, donde los expedicionarios se encontraron con un pueblo indígena cuyos miembros eran de gran estatura y por ello les llamaron patagones.

Fernando de Magallanes, un marino portugués nacido en Sabrosa (Vila-Real) en 1480, empezó a navegar en las Armadas de la India (las flotas que organizaba la Corona lusa para mantener la denominada Carreira da India, una ruta por mar que conectaba Lisboa con Goa doblando el Cabo de Buena Esperanza) en 1505, llegando a conocer bien el sudeste asiático por haber permanecido allí ocho años.

En 1511 participó en la conquista de Malaca y regresó rico a su patria, sumándose a la expedición militar que el rey Manuel I envió dos años después contra Azamor, una ciudad del Reino de Fez que prestaba vasallaje a Portugal.

Tras la batalla, Magallanes fue acusado de aprovechar su estancia en Azamor para comerciar, algo que estaba prohibido, lo que le trajo problemas con las autoridades lusas al retornar a Lisboa. Recusado y sin trabajo, empezó a considerar la posibilidad de embarcarse de nuevo hacia las Molucas, desde donde un ex-compañero, Francisco Serrao, le había escrito instándole a unirse a él porque estaba al servicio del sultán de Ternat. Magallanes empleó aquel tiempo muerto en estudiar mapas y portulanos en compañía del cosmógrafo Rui Falero, quien apuntó la idea de que quizá las Molucas quedasen en la parte española del Tratado de Tordesillas y no en la portuguesa.

Ese archipiélago de la actual Indonesia era conocido como la Especiería porque allí se obtenían las preciadas especias, sustancias vegetales aromáticas que se empleaban ya desde la Antigüedad como condimentos en la cocina y enmascaradoras del sabor y olor desagradables que generaba su putrefacción en una época en la que la conservación en frío se limitaba al hielo y la nieve en sitios naturales. Por eso alcanzaban precios exorbitantes y algunas crecían exclusivamente en esas islas -a las que también se llamaba el Maluco genéricamente-, en concreto la nuez moscada y el clavo (éste también en Madagascar).

Por eso también los portugueses guardaban celosamente la ruta hacia allí, que seguía el litoral atlántico africano para doblar el cabo de Buena Esperanza y continuar por el océano Índico, considerándola un monopolio suyo cedido por el Papa en el reseñado Tratado de Tordesillas. Pero, si Falero tenía razón y los cartógrafos del pontífice habían errado al fijar la línea divisoria, ello significaba que el rey español Carlos I era el auténtico dueño de la Especiería. Así que convenció a Magallanes para plantearle un viaje al Maluco al que pronto sería todopoderoso emperador del Sacro Imperio.

Eso sí, el trayecto debía ser distinto, por otro itinerario, ya que el rey Manuel I nunca lo autorizaría por África. De hecho, le hicieron la oferta a él primero, pero la rechazó terminantemente porque ello implicaba dos problemas. El primero, entrar en conflicto con Carlos porque el subcontinente sudamericano, con la excepción del actual Brasil, era español. Y segundo, si se abría una nueva ruta eso conllevaba el riesgo de que la otra decayera y pusiera así el punto final al monopolio que tantos beneficios le traía a Portugal.

Descartado viajar por tierra, muy largo, peligroso y caro, la única opción que quedaba era seguir un rumbo completamente opuesto: atravesar el Atlántico, doblar el continente americano por su extremo meridional, cruzar el Mar del Sur (al que bautizarían Pacífico, descubierto por Vasco Núñez de Balboa en 1513) y alcanzar el archipiélago viniendo desde el otro lado. Todo ello deja patente, por cierto, que la esfericidad de la Tierra era algo plenamente aceptado entre gentes medianamente formadas; no en vano había sido demostrado ya por Eratóstenes en el siglo III a.C. y el viaje de Colón mismo se había basado en ello.

Magallanes y Falero pasaron a Castilla y en Sevilla recibieron el apoyo de Juan de Aranda, factor de la Casa de Contratación, a las que se sumó luego el de Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, en plena efervescencia descubridora. Así fue cómo en 1518 el rey aceptó la propuesta y les nombró almirantes de la expedición que habrían de organizar, concediéndoles una serie de privilegios que, entre otros, incluían ser gobernadores de las tierras que hallasen, una vigésima parte de las ganancias y el monopolio de la explotación por una década.

Una vez dispuesto todo, no sin múltiples obstáculos (entre ellos la total oposición de Portugal), los cinco barcos fletados dejaron la Península Ibérica el 20 de septiembre de 1519 rumbo a las islas Canarias, donde se reaprovisionaron para hacer la travesía atlántica. Ésta concluyó el 13 de diciembre arribando a lo que hoy es Río de Janeiro. No hubo mayores problemas, más allá de la siempre atemorizadora aparición del fuego de San Telmo en los mástiles (una descarga electroluminiscente causada por la ionización del aire) y el descontento de algunos oficiales con el secretismo de Magallanes.

Tras el descanso pertinente, reanudaron la navegación haciendo cabotaje por la costa hasta descubrir lo que pensaban que era el paso hacia el Mar del Sur; se internaron por él, pero finalmente desistieron después de dos semanas. En realidad se trataba del estuario del Río de la Plata, de modo que salieron otra vez al océano y siguieron bajando por la costa hasta llegar a la mencionada bahía de San Julián, que fue donde encontraron aquel pueblo de gente tan alta. Patagones, los llamaron, un nombre de etimología incierta que serviría para denominar a toda la región, la Patagonia.

Tradicionalmente se dice que fue motivado al considerarlos «patones», o sea, de grandes pies, por las enormes huellas que dejaban en el suelo, probablemente agrandadas por las pieles con que envolvían sus pies aquellos indígenas para protegerse del intenso frío. Sin embargo, es una explicación tardía que no apareció hasta su reseña por el cronista Francisco López de Gomara mucho después (Gómara no pisó nunca América, pero adquirió gran renombre por ser el biógrafo oficial de Hernán Cortés y su capellán personal).

Probablemente fuera más bien una referencia a Patagón, un gigante que aparece en una novela de caballerías titulada Primaleón, publicada en 1512 como continuación de Palmerín de Oliva. Era un libro atribuido al escritor castellano Francisco Vázquez y que había adquirido gran popularidad en esa época, por lo que parece probable que Magallanes lo hubiera leído. Al fin y al cabo, fue él quien les puso ese nombre a aquellos nativos, según dejó escrito el cronista del viaje, Antonio de Pigafetta, sin especificar la razón.

Pigafetta era de la misma edad que su capitán, pero nacido en Vicenza, una ciudad de la República de Venecia. Astrónomo y cartógrafo afamado, había llegado a España acompañando al nuncio apostólico en 1518, justo a tiempo de enrolarse en la expedición porque sabía que navegando en el Océano se observan cosas admirables, determiné de cerciorarme por mis propios ojos de la verdad de todo lo que se contaba, a fin de poder hacer a los demás la relación de mi viaje, tanto para entretenerlos como para serles útil y crearme, a la vez, un nombre que llegase a la posteridad.

Registrado con el nombre de Antonio de Lombardía, se convirtió en el cartógrafo personal y traductor de Magallanes, siendo destinado a su nao, la Trinidad. Fue él quien redactó un relato sobre el periplo, Relación del primer viaje alrededor del mundo, que publicaría a su regreso en 1522 (aunque el original no se conserva); curiosamente, no menciona ni una vez en toda la obra a Juan Sebastián Elcano, que sería el que a la postre se llevase la gloria por haber conseguido culminar aquella pionera circunnavegación global tras morir el portugués en la isla filipina de Mactán.

Pero eso sería bastante tiempo más tarde. De momento, la flota estaba fondeada en la bahía de San Julián y los hombres mantenían intercambios comerciales con los ya bautizados como patagones, nombre del que saldría la gracia para referirse a toda la región, la Patagonia, a la que en los primeros mapas se solía añadir el complemento Gigantum Regio («región de los gigantes»). El territorio se reparte hoy entre Argentina y Chile, extendiéndose desde el litoral atlántico al pacífico, pasando por la meseta desértica del este, el sur del río Colorado, la región de Aysén y el tramo austral de los Andes, e incluyendo hoy Tierra del Fuego, las islas Malvinas y los archipiélagos al sur de Chiloé.

Esa relación intercultural vino determinada por la llegada del invierno austral, que obligó a Magallanes a invernar allí. Es interesante reproducir en las palabras textuales de Pigafetta cómo se produjo el primer encuentro:

Un día en que menos lo esperábamos se nos presentó un hombre de estatura gigantesca. Estaba en la playa casi desnudo, cantando y danzando al mismo tiempo y echándose arena sobre la cabeza. El comandante envió a tierra a uno de los marineros con orden de que hiciese las mismas demostraciones en señal de amistad y de paz: lo que fue tan bien comprendido que el gigante se dejó tranquilamente conducir a una pequeña isla a que había abordado el comandante. Yo también con varios otros me hallaba allí. Al vernos, manifestó mucha admiración, y levantando un dedo hacia lo alto, quería sin duda significarnos que pensaba que habíamos descendido del cielo.

El veneciano pasa entonces a describir la peculiaridad física del nativo:

Este hombre era tan alto que con la cabeza apenas le llegábamos a la cintura. Era bien formado, con el rostro ancho y teñido de rojo, con los ojos circulados de amarillo, y con dos manchas en forma de corazón en las mejillas. Sus cabellos, que eran escasos, parecían blanqueados con algún polvo. Su vestido, o mejor, su capa, era de pieles cosidas entre sí, de un animal que abunda en el país, según tuvimos ocasión de verlo después. Este animal tiene la cabeza y las orejas de mula, el cuerpo de camello, las piernas de ciervo y la cola de caballo, cuyo relincho imita. Este hombre tenía también una especie de calzado hecho de la misma piel. Llevaba en la mano izquierda un arco corto y macizo, cuya cuerda, un poco más gruesa que la de un laúd, había sido fabricada de una tripa del mismo animal; y en la otra mano, flechas de caña, cortas, en uno de cuyos extremos tenían plumas, como las que nosotros usamos, y en el otro, en lugar de hierro, la punta de una piedra de chispa, matizada de blanco y negro. De la misma especie de pedernal fabrican utensilios cortantes para trabajar la madera.

Era costumbre entonces exagerar las narraciones y basta con leer el Libro de las maravillas de Marco Polo o las leyendas que contarían los españoles sobre ciudades de oro, pero escribiendo Pigafetta que la cabeza de los marineros apenas les llegaba a la cintura del patagón (en 1526 el clérigo Juan de Aréizaga, cronista de la expedición de Jofre García de Loaysa, concretaría atribuyéndoles trece palmos de altura, es decir, dos metros noventa), se entiende que surgieran todo tipo de fantasías sobre la talla media que tenían aquellas gentes. Ahora bien, no fue exclusiva suya. A lo largo de las décadas y siglos posteriores otros marinos pisarían la Patagonia y dejarían testimonios igual de desmesurados.

Por ejemplo, Francis Drake pasó por allí a bordo del Golden Hind, camino del Estrecho de Magallanes, durante su viaje de tres años alrededor del mundo (1577-1580), y el capellán de su barco, Francis Fletcher, bajó a tierra y conoció a los patagones, asegurando que medían unos siete pies y medio (casi dos metros y veintinueve centímetros), aunque su capitán pareció quedar decepcionado porque dejó escrito para la Historia que los salvajes no son tan grandes como dicen los españoles.

Diez años más tarde, Anthony Kivet, uno de los marineros del corsario Thomas Cavendish que por enfermedad había sido abandonado en la Patagonia, afirmó haber visto cadáveres de patagones de tres metros y setenta centímetros de altura. No había acabado el siglo y a estas insólitas descripciones se sumó el testimonio del piloto inglés William Adams, famoso por alcanzar Japón y convertirse en asesor del shogun (su historia fue novelada por el escritor James Clavell y ha dado lugar a un par de adaptaciones televisivas). Adams contó que el barco en el que viajaba tuvo un enfrentamiento con los nativos de Tierra del Fuego, de los que dio fe de que eran extraordinariamente altos, sin concretar más.

Los británicos no parecían tener bastante con ir a remolque de los españoles en lo de dar la vuelta al mundo; también aspiraban a superarles en fantasía. Incluso en una fecha tan tardía como 1766 el comodoro John Byron (abuelo del famoso poeta homónimo), realizó una circunvalación de la tierra a bordo del HMS Dolphin que logró en menos de dos años y durante la cual dijo haber visto indígenas de ocho pies de altura (dos metros cuarenta), alcanzando los mayores hasta nueve pies (dos metros setenta y cuatro), aunque siete años más tarde, al publicar su relato, redujo la medida a seis pies y seis pulgadas, o sea, un metro noventa y ocho; al fin y al cabo, reconoció que no los habían medido.

También los navegantes holandeses quisieron aportar su granito de alarde creativo y, así, el comerciante de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales Sebald de Weert en 1598, el pirata Olivier van Noort en 1599 y el corsario Joris van Spilbergen en 1615 afirmaron que la Patagonia estaba habitada por gigantes. Ese último año, Willem Cornelisz Schouten y Jacob Le Maire, recibieron la misión de buscar otra ruta hacia la Especiería para lo cual pusieron proa al cabo de Hornos (descubrirían el Estrecho de Le Maire para pasar), declarando haber encontrado en Puerto Deseado una tumba con huesos de gigante (actualmente se cree que eran fósiles de algún animal prehistórico).

¿A qué se debía esa visión deformada que, encima, contrastaba con la teoría del conde de Buffon de que los animales y las plantas del Nuevo Mundo eran pequeños en comparación con sus homólogos europeos? Lo cierto es que incluso algunos estudios científicos craneométricos del siglo XX acreditaban que los habitantes de la Patagonia eran muy altos, en torno a dos metros de media, si bien dichos estudios no eran unánimes. Esa estatura quizá se vería incrementada por los aditamentos, tal como explicó Charles Darwin tras ver algunos durante la expedición del Beagle y que dejó escrito en su Viaje de un naturalista alrededor del mundo:

Durante nuestra anterior visita (en enero) habíamos tenido una entrevista, en el cabo Gregory, con los famosos gigantes patagones, que nos recibieron con gran cordialidad. Sus grandes abrigos de piel de guanaco, sus largos cabellos flotantes, su aspecto general, los hacen parecer más altos de lo que realmente son. Por término medio vienen a tener seis pies, aunque algunos son más altos; los más pequeños son pocos; las mujeres son también muy altas. En suma, esta es la raza más corpulenta que he visto en mi vida.

Darwin concuerda con lo que había atestigüado el navegante francés Luois Antoine de Bouganville, que visitó la Patagonia mientras dirigía la primera circunvalación del mundo para su país entre 1766 y 1769. Más comedido que sus predecesores, dijo que ninguno de aquellos hombres medía menos de cinco pies y cinco a seis pulgadas, ni más de cinco pies nueve a diez pulgadas, lo que significa un máximo de un metro setenta y ocho; altos, sin duda, especialmente para la época (la talla media en la Francia de la segunda mitad del siglo XVIII era de uno sesenta y seis), pero dentro de lo razonable. Bouganville también aportó una novedad que, como vemos, confirmó Darwin: Lo que me parecía gigantesco de ellos era su enorme constitución, el tamaño de sus cabezas y el grosor de sus extremidades.

De hecho, Darwin había llegado a esas latitudes, a bordo del Beagle, en diciembre de 1832 y permaneció varios meses; dos años después de que lo hiciera el explorador y naturalista galo Alcide d’Orbigny, quien después de pasar ocho meses estudiando a los indígenas dejó escrito en su obra Voyage dans l’Amerique Méridionale que no me parecieron gigantes, sino sólo hombres hermosos. D’Orbigny documentó su experiencia con puelches y patagones, aunque a estos últimos se les conoce ahora como tehuelches (o aonikenk, en su lengua). Algunos incluyen a los selknam (u onas), pero vivían más al sur, en Tierra del Fuego, y además su lengua no coincide con lo registrado por Magallanes, por lo que se descarta que fueran los que él encontró.

En realidad, los tehuelches tampoco hablaban todos el mismo idioma porque eran un mosaico de tribus nómadas de cazadores-recolectores que carecían de unidad estructural al estar muy diseminadas en aiken o campamentos familiares (las tolderías, que decían los criollos) por tan vasto territorio. Sin embargo, sí la tenían cultural, plasmada en una religión chamánica y la práctica de la poligamia y la exogamia (a veces acordaban los matrimonios y a veces raptaban a las mujeres de otra tribu, lo que derivaba inevitablemente en guerra).

A menudo se los identifica erróneamente con los mapuches (araucanos para los españoles), algo debido a que a partir del comienzo del siglo XVIII se vieron muy influidos por ellos y adoptaron muchas de sus costumbres, tal cual les pasó a otros como los ranqueles de la Pampa, igual que antes habían recibido el influjo hispano (que introdujo el caballo en sus vidas, por ejemplo). La pregunta que más nos interesaba aquí, la de si son tan altos como para considerarlos gigantes, ya está contestada. No era de respuesta fácil porque el grupo más puro, que vive en la provincia argentina de Santa Cruz,y no llega a dos centenares de individuos, aunque sumándoles los pertenecientes a segunda y tercera generación, rondarían los diez mil seiscientos en 1904.

El número es escaso por dos razones. En primer lugar, en el siglo XIX fueron masivamente exterminados por las nuevas autoridades independientes en la conocida como Conquista del Desierto, que buscaba una expansión del país hacia aquellos territorios vírgenes, quedando apenas un puñado de supervivientes hoy. En segundo, ya habían experimentado un descenso demográfico -especialmente en la zona septentrional, más en contacto con los blancos- como consecuencia de su falta de defensas biológicas ante la llegada de virus desconocidos para ellos como los de la viruela, la gripe o el sarampión.

No obstante, los primeros en caer fueron dos hombres a quienes Magallanes engañó para subir a bordo de una de las naos, zarpando a continuación rumbo al Pacífico. El plan era llevarlos a la corte al término del viaje para mostrárselos al emperador Carlos V en calidad de curiosidad antropológica, tal cual había hecho Colón. Lamentablemente, ninguno llegó vivo a España: uno pudo escapar y el otro murió al negarse a comer (también hay que apuntar una baja española, un marinero envenenado por una flecha durante una escaramuza en la que se intentaba capturar mujeres para acompañar al solitario cautivo).

Fue el contrapunto de lo que semanas antes había sido el primer acto evangelizador de la actual Argentina: el bautizo de otro de aquellos indígenas al que, después de enseñarle a rezar en castellano –con voz muy recia detalla Pigafetta-, pusieron por nombre Juan.


Fuentes

Antonio Pigafetta, Primer viaje alrededor del mundo | Federico Lacroix, Historia de la Patagonia, Tierra del Fuego è Islas Malvinas | Irma Bernal y Mario Sánchez Proaño, Los tehuelche | José Miguel Martínez Carrión, La talla de los europeos, 1700.2000: ciclos, crecimiento y desigualdad | Carolyne Ryan, European Travel Writings and the Patagonian giants. How Patagonia got its name — among other things | C. A. Brebbia, Patagonia, a forgotten land. From Magellan to Perón | Jean-Paul Duviols, Trois ans chez les Patagons. Le récit de captivité d’Auguste Guinnard (1856-1859) | Wikipedia


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