Hay personajes históricos que han pasado a la posteridad más por alguna anécdota intrascendente que por la relevancia que tuvieron en el contexto que les tocó vivir. Es lo que pasó con un presbítero que vivió a caballo entre los siglos XV y XVI, fue maestro de ceremonias del papa León X, organizó tres cónclaves para la elección de otros tantos pontífices y dejó testimonio de episodios históricos de su tiempo que contempló o conoció de cerca, tan interesantes como el Saco de Roma o la petición de divorcio de Enrique VIII. Se llamaba Biagio da Cesena y hoy se le conoce más por su insistencia en borrar los desnudos que Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina.

Originalmente denominada Cappella Magna, porque era la capilla mayor del Palacio Apostólico del Vaticano, residencia oficial del Sumo Pontífice, la Capilla Sixtina debe su nombre a Sixto IV, que fue quien mandó construirla entre 1475 y 1481 sobre otra anterior medieval. Es el lugar donde todavía hoy se reúnen los cardenales en cónclave cuando hay que elegir un nuevo Papa, aunque generalmente tiene uso museístico y suele estar abarrotada de turistas que acuden a admirar su decoración pictórica. Ésta es obra de diversos artistas de gran fuste, como Pietro Perugino, Piermatteo d’Amelia, Sandro Botticelli, Ghirlandaio, Pinturicchio, Cosimo Rosselli, Bartolomeo della Gatta y Luca Signorelli, entre otros.

Sin embargo, la parte más espectacular corresponde a Miguel Ángel, que recibió el encargo del papa Julio II de rehacer la pintura de la bóveda, ya que la hecha por d’Amelia se estropeó sin remedio por unas grietas. El trabajo le llevó cuatro años y quedó terminado en 1512, pero en 1536 el papa Clemente VII volvió a llamarle para que regresara de su Florencia natal, a donde había regresado, y pintase la pared del altar. El artista situó allí su famoso fresco del Juicio Final, que terminó en 1541. Si bien actualmente está considerado una obra maestra, durante el proceso tuvieron lugar arduas discusiones acerca de la moralidad de plasmar tantos desnudos en un recinto sagrado donde además se elegía al representante de Dios en la Tierra.

Retrato de Miguel Ángel anciano, obra de su discípulo Volterra. El maestro tenía 23 años cuando pintó la bóveda de la Capilla Sixtina y era septuagenario cuando acabó de hacer el Juicio Final.
Retrato de Miguel Ángel anciano, obra de su discípulo Volterra. El maestro tenía 23 años cuando pintó la bóveda de la Capilla Sixtina y era septuagenario cuando acabó de hacer el Juicio Final. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Uno de los que manifestaron ese rechazo fue el cardenal Gian Pietro Carafa. Miembro de una distinguida familia napolitana, había ejercido el cargo de protonotario apostólico a la vez que estudiaba los clásicos que, dicen, llegaba a aprénderselos de memoria. Aparte de ejercer de maestro de ceremonias papal, desempeñó diversos cargos, viajando a la Inglaterra de Enrique VIII como legado a latere (legado pontificio) y a la España de Carlos I como nuncio apostólico. Asimismo, fundó la Orden de Clérigos Regulares y trabajó en la redacción de la condena a Lutero, publicando en 1520 un tratado al respecto titulado De Justificatione.

Sirvió a otros cinco papas: León X, Adriano VI, Clemente VII , Paulo III -que fue quien le nombró cardenal, prefecto del Santo Oficio y arzobispo de Nápoles- y Julio III, a cuyo fallecimiento le sucedió Marcelo II. Éste no tuvo tiempo de ejercer porque murió a los veintiún días, en 1555, razón que llevó a convocar un nuevo cónclave; el elegido fue Carafa, quien adoptó el nombre de Pablo IV. Sus ochenta años de edad no impidieron que ejerciera un mandato enérgico: recogiendo el impulso del Concilio de Trento convocado por Clemente, dio alas a la Inquisición para luchar contra las herejías -especialmente la protestante-, estableció la censura literaria (él promovió lo que más tarde sería el primer Índice de libros prohibidos), manifestó abierta hostilidad hacia los españoles por su poder en Italia…

Pablo IV alternó la práctica del nepotismo con la imposición de un rígido moralismo que, como decíamos, cuando todavía era cardenal le abocó a enfrentarse con Miguel Ángel azuzado por los críticos, que organizaron una dura campaña contra los frescos de la Capilla Sixtina al considerarlos obscenos e inadecuados porque los personajes mostraban los genitales: si malo era aquel Adán que Miguel Ángel había pintado en la bóveda acercando su mano a Dios, peores eran las nuevas imágenes sagradas, y no digamos el Cristo en majestad completamente desnudo (y encima sin barba y con insólita expresión iracunda).

También se reprochaba a Miguel Ángel haber cometido errores doctrinales, lo que le puso al borde de la herejía y, por tanto, de ser procesado por el Santo Oficio. No llegó a ocurrir porque primó la descalificación estética; el gramático Ludovico Dolce opinaba que las pinturas del florentino carecían de «cierta medida templada y cierta idoneidad» comparadas con las de Rafael, y hubo quien dijo que «quien ve una figura de Miguel Ángel, las ve todas». Y es que había censores religiosos y seglares: el poeta Pietro Aretino (que proponía «hacer una hoguera con la obra»), el arzobispo Ambrogio Catarino, el presbítero y literato Giovanni Andrea Gilio, monseñor Sernini (que además era embajador de Mantua)… Pero el más pertinaz e insistente fue el citado maestro de ceremonias, Biagio da Cesena.

La pared del altar de la Capilla Sixtina con los frescos del Juicio Final
La pared del altar de la Capilla Sixtina con los frescos del Juicio Final. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Biagio da Cesena, nacido en la localidad adriática homónima en 1463, era de familia noble güelfa, los Martinelli. Licenciado in utroque iure (doble grado académico en derecho civil y canónico, típicamente católico), desde joven ejerció en Roma la abogacía o quizá como notario, lo que le sirvió para distinguirse y llamar la atención del maestro de ceremonias papal, Paride Grassi, que en 1518 le avaló como compañero (era un cargo tricéfalo) con el visto bueno de los cardenales Bernardo Dovizi (quien, conocido como Bibbiena, era un dramaturgo afín a los Médici) y Andrea della Valle (médico personal de Alejandro VI). Biagio di Cesena, que llegaría a ser prefecto de los ceremonieros, tuvo que organizar tres cónclaves, los de 1522, 1523 y 1534, en los que salieron elegidos papas Adriano VI, Clemente VII y Pablo III respectivamente.

Y es que el Magister Caerimoniarum Apostolicarum (ahora Maestro de Celebraciones Litúrgicas Pontificias), que desempeñaba su puesto durante cinco años -renovables-, tenía el cometido de ayudar al Papa y los cardenales en las ceremonias, los consistorios (reuniones del Colegio Cardenalicio), las tomas de posesión de iglesias titulares y actos litúrgicos en general, siendo el encargado de exclamar «¡Extra omnes!» («¡Todos fuera!», la frase para desalojar la Capilla Sixtina al comenzar el cónclave en que se elige al Papa, de modo que únicamente queden los cardenales electores).

Además, y sobre todo a partir del siglo XV, los maestros de ceremonias solían escribir una especie de diarios que detallaban el desarrollo de sus actividades y constituyen auténticas crónicas de la época. En ese sentido, Biagio da Cesena dejó detalladas descripciones de diversos acontecimientos que le tocaron de cerca, como el Saco de Roma (el asalto a la Ciudad Eterna por las tropas imperiales, del que se tuvo que refugiar en el castel San’t Angelo), las tormentosas negociaciones diplomáticas entre Carlos V y Francisco I (enfrentados por el control de Italia, entre otras cosas) y la espinosa cuestión de la anulación del matrimonio entre Enrique VIII y Catalina de Aragón que desembocó en la Reforma Anglicana.

Volviendo a los frescos de Miguel Ángel, estaban ya muy avanzados cuando empezaron a levantar murmuraciones, que cristalizaron para la historia en forma de la llamada campagna delle foglie di ficocampaña de la hoja de parra» ) porque los críticos abogaban por cubrir las vergüenzas de los personajes de esa tradicional forma. Giorgio Vasari, famoso arquitecto y pintor, considerado uno de los primeros historiadores del arte, publicó en 1550 una obra titulada Le vite de’ più eccellenti pittori, scultori e architettori («Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos») en la que cuenta cómo estalló aquella controversia:

Messer [Monseñor] Biagio da Cesena, maestro de ceremonias y persona escrupulosa, que estaba en la capilla con el Papa, cuando se le preguntó qué pensaba al respecto dijo que era una cosa muy deshonesta haber hecho en un lugar tan honorable tantas personas desnudas que tan deshonestamente muestran su vergüenza, y que no se trabajan en la capilla de un papa, sino en baños públicos y tabernas.

Biagio da Cesena retratado como el rey Minos, con orejas de burro, rodeado de demonios y una serpiente modrdiendo sus partes
Biagio da Cesena retratado como el rey Minos, con orejas de burro, rodeado de demonios y una serpiente modrdiendo sus partes. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

No era Miguel Ángel, que tenía un carácter difícil, la persona más dispuesta a encajar por las buenas una crítica así. Ya había tenido sus más y sus menos con Julio III por la tardanza en terminar las pinturas de la bóveda, pero no por los desnudos del Juicio Final, ya que aquel papa era tolerante en ese aspecto (de hecho, le acusaban de estar «pueribus amoribus implicitus», es decir, enredado en amores infantiles con su joven sobrino Innocenzo), así que el pontífice desoyó la recomendación que le hicieron algunos de destruir la pintura. Ahora el artista sí vio realmente herido su orgullo por lo que consideraba una majadería inculta y decidió ajustar cuentas de una forma tan ingeniosa y sutil como imperecedera. Vasari lo explica:

Disgustando esto a Miguel Ángel y queriendo vengarse, apenas se fue [Biagio di Cesena], lo retrató de la vida sin tenerlo de otra manera, en el infierno, en la figura de Minos, con una gran serpiente enroscada en sus piernas entre una montaña de demonios.

Efectivamente, en la parte inferior derecha de la pared, dedicada a las almas condenadas, pintó al famoso rey Minos como juez del inframundo, cubierto con unas orejas de asno que simbolizaban la estupidez suprema y el cuerpo desnudo, siendo sus genitales mordidos por una serpiente que se enrosca entre sus piernas y que en realidad es su propia cola. De remate le puso al monarca la cara del rijoso cardenal, a quien, obviamente, no le hizo la más mínima gracia y fue a quejarse al Papa solicitándole que ordenase a Miguel Ángel borrar aquella afrenta personal. Doble afrenta, pues cuando se celebraba misa en la capilla resultaba inevitable que todos le contemplaran en el averno y de esa humillante guisa.

Sin embargo, Pablo III rechazó la petición haciendo -él sí- un alarde de buen humor. Vasari no recoge la respuesta del pontífice, pero sí el humanista Ludovico Domenichi: «Querido hijo mío, si el pintor te hubiese puesto en el purgatorio, podría sacarte, pues hasta allí llega mi poder; pero estás en el infierno y me es imposible». Miguel Ángel se apuntó, pues, la primera victoria. Pero la guerra iba a continuar y en la siguiente batalla ya no saldría tan airoso, pues corrían nuevos tiempos y desde 1549 el Papa era Pío IV, viejo amigo de Carafa, que dio un nuevo impulso al Concilio de Trento. Y, en enero de 1564, cuando el artista estaba centrado en terminar la construcción de la Basílica de San Pedro, la Congregación de dicho concilio mandó cubrir las partes íntimas de los personajes del Juicio Final.

El pintor elegido para esa tarea fue Daniele da Volterra, un prestigioso artista toscano considerado uno de los mejores representantes del manierismo renacentista y autor de una pintura muy apreciada en su época, Descenso de la cruz, que se encuentra en la iglesia de la Trinitá dei Monti; irónicamente, la realizó siguiendo unos bocetos previos de Miguel Ángel, de quien era secretario. Éste se mostró muy enojado porque, además, se trataba de una acción sin vuelta atrás en la época, ya que su pintura al fresco iba a ser tapada por otra al óleo. No obstante, su enfado no tendría demasiado recorrido porque falleció al mes siguiente.

Volterra no pudo evitar pasar a la posteridad con el apodo de Il Braghettone («El Pintacalzones»), pese a que trató de ser lo más repetuoso posible y alterar lo mínimo la obra de su maestro, descartando vestir a los personajes y optando en su lugar por taparlos con pequeñas telas ondeantes al viento. La única excepción fue la pareja formada por San Biagio (San Blas) y Santa Caterina d’Alessandria (Santa Catalina de Alejandría) , que resultaba especialmente escandalosa porque sus protagonistas adoptan una postura demasiado parecida a la de una cópula; Volterra los cubrió y cambió la dirección de sus miradas para que la escena resultara menos explícita. Sin embargo, murió en 1566 sin haber concluido los trabajos.

San Blas y Santa Catalina con las modificaciones aplicadas por Volterra
San Blas y Santa Catalina con las modificaciones aplicadas por Volterra. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Por consiguiente, fueron designados otros dos artistas para sustituirlo: Girolamo da Fano y Domenico Carnevalli, considerados menores en comparación. Ellos sí terminaron el encargo, pero el poso moralizante dejado por Trento, plasmado en la Contrarreforma, insistió en la idea de borrar o cubrir las pinturas de Miguel Ángel, consideradas además feas porque las mujeres eran demasiado musculadas (algo debido a que el artista florentino consideraba más bello el cuerpo masculino). El Greco mismo, por ejemplo, se ofreció a hacer los cambios, aunque no fue escuchado. Y si bien aquella obsesión no se extinguió del todo (en una fecha tan tardía como el siglo XVIII el pintor Stefano Pozzi cubrió la pared con un barniz) hasta terminado el primer cuarto decimonónico, al final se impuso el Arte.

Es más, a partir de 1980 las pinturas de la Capilla Sixtina fueron sometidas a una operación de limpieza para devolverles su colorido original y en 1994 se abrieron al público ya restauradas. Entre las cosas que se plantearon estaba la retirada de los añadidos censores, pero al final se optó por dejar los de Volterra, da Fano y Carnevalli como testimonio de la Contrarreforma, eliminándose los posteriores. Los tiempos habían cambiado y todo un papa, Juan Pablo II, definió los frescos del Juicio Final como «el santuario de la teología del cuerpo humano».

Unas palabras que, sin duda, hubieran sido difíciles de asimilar para Biagio da Cesena, quien no llegó a ver siquiera los parches de Volterra. Falleció a finales de 1544, tras rechazar el obispado de Bertinoro y Forlimpopoli que le ofreció Pablo III, por no verse con fuerzas. Está enterrado en la basílica romana de los Santos Celso y Juliano, que se encuentra cerca del puente de San’t Angelo.



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