Uno de los recuerdos más emocionantes que recuerdo de mi estancia en Tanzania hace unos años fue la visita a un poblado masai. Tuvo lugar el día que dejaba el Cráter del Ngorongoro para dirigirme al Serengetti, en una de las verdes y brumosas laderas de ese espléndido volcán apagado. Como viajaba solo en un coche con chófer y guía, éste me ofreció la posibilidad de improvisar y, por supuesto, le dije que sí.

No estuvimos mucho tiempo, ya que debíamos seguir nuestro camino, pero nos quedamos lo suficiente para un recibimiento con una danza tradicional de bienvenida y me enseñasen todo lo relativo a su forma de vida, desde las cabañas a la doble valla (una interior, para el ganado y otra exterior, para evitar la entrada de fieras), pasando por la escuela, el mercadillo que tenían en el centro del recinto y un relajado rato de conversación con el jefe al calor de su hogar.

La sensación que me llevé fue que, pese a ser una existencia en condiciones muy duras, el paso del tiempo es inexorable. Y así, el jefe me explicó que muchos jóvenes se van a la ciudad a estudiar o trabajar y vuelven el fin de semana para no perder el contacto con sus costumbres. Pero, a su vez, traen consigo elementos de la civilización que pueden ayudarles a mejorar el día a día, y no me refiero al característico calzado hecho con neumático de automóvil. No, más bien al reloj digital de pulsera y el móvil que enseñaba con ingenuo orgullo o a la excavadora que abría una zanja al otro lado de la cerca, provocando un chocante contraste de imagen con las mujeres que, cargadas de abalorios y con el pelo rapado, se reían de mi pálido aspecto.

Así que si los masai, uno de los pueblos que con mayor orgullo se empeñan en conservar sus tradiciones -entre ellas beber esa mezcla de leche y sangre recién extraída de la vaca, a cuya invitación tuve que renunciar amablemente por prudencia-, han empezado a importar cosas de la civilización blanca, no ha de extrañarnos el evento que se va a celebrar el mes que viene en Amboseli, otra región donde habitan pero del país vecino, Kenia.

Se trata de los Juegos Olímpicos Masai. Como lo oyen. Lo de Olímpicos no tiene mucho sentido salvo para subrayar el espíritu de los mismos: una competición de deportes pero folklóricos, similares a los que practican en los encuentros ad hoc los arqueólogos, prehistoriadores y paleontólogos: lanzamiento de jabalina y peso, salto de altura y carreras de doscientos y cinco mil metros. O sea, un poco lo que sintetizaría las cualidades de un guerrero.

Queda excluida la que, en teoría, debería ser la prueba reina: no la Maratón sino la caza del león, a la que ya hace mucho que los masai se vieron obligados a renunciar por orden de las autoridades tanzanas y keniatas. Y, pese al machismo de esa cultura -y de África en general-, las mujeres no están proscritas del todo, contando con una competición propia.

Es la segunda edición de esos juegos, que se empezaron a celebrar en 2012. Esta vez la sede será, como decía antes, el Kimana Wildlife Sanctuary, situado en la parte oriental del Parque Nacional de Amboseli. Hasta allí acudirá una selección de guerreros de regiones masai como el Tsavo, Kuku, Mbirikani, Ogulului y Rombo, además de los locales. Deber ser todo un espectáculo.

Más información: Maasai Olympic Games

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